domingo, 25 de marzo de 2012

El Misterio Del Crucificado

Una Historia de Cuaresma / Por el Rvdo. David H. Loza


El pensar en la Cuaresma trae a mi memoria recuerdo de mi niñez. Escondido detrás de las imágenes de la realidad presente que percibo en mi consciente está el recuerdo de la imagen ensangrentada y sufriente de Cristo Crucificado; aquella imagen que conmovió mis sentidos en aquel día de Cuaresma cuando tuve mi primer encuentro con el “misterioso crucificado”.
La Cuaresma, los cuarenta días que preceden a la Pascua de Resurrección, es una estación de la Iglesia llena de misticismo y pietismo; sobre todo en los países hispanos, siendo que éstos están caracterizados por una marcada tradición católica romana. Se hace notable la tendencia de crear, a través de medios físicos y visuales, un ambiente especial, místico de respeto y compungimiento por el crucificado.
Las calles y las plazas, en especial aquellas cercanas a las principales iglesias, se llenas de fieles y curiosos. Vendedores ambulantes ofrecen flores, velas y otros productos que usarán en las ceremonias organizadas por las iglesias; muchos de ellos ofrecen otros productos que tienen demanda en ese momento; una variedad de comidas y golosinas, crucifijos y otros artículos religiosos, con la esperanza de sacar ventaja del ambiente existente y de las horas de paciente espera. Finalmente, las campanas anuncia que la procesión ha comenzado. Se entremezcla el gentío; observadores se convierten en participantes que con paso lento caminan detrás de la imagen de Cristo flagelado y crucificado que se yergue sobre los hombros de los fieles más devotos.
Pero esas horas de espera y la corta caminata parecen no satisfacer la devoción de algunos fieles que se embarcan en caminatas más largas, peregrinaciones hacia lugares remotos, Otros, por voluntad propia, hacen que sus cuerpos sean flagelados y crucificados, y hay quienes soportan, por breves instantes, el tormento de los clavos que traspasan sus manos. Yo, como un niño de padres católicos era testigo de estas experiencias, más de carácter sensorial que espiritual. Aquello que veía era algo muy curioso que hacía más oscura y tenebrosa la tenebrosa oscuridad en que vivía.
Aún vive en mi recuerdo las experiencias de mi primer encuentro con el crucificado. Era un día de Cuaresma, una de las pocas ocasiones en que mi familia iba a la iglesia: la “catedral de Nuestra Señora de la Paz”. Aún recuerdo el contraste de ambientes que percibí; fue como pasar de la luz a las tinieblas.  Era un día de sol radiante, y al entrar a ese lugar la luz y el colorido de la gente no era más que un murmullo lejano. Era como penetrar en un mundo diferente. Y allí, en medio de ese mundo silencioso y tenebroso, se erguía la figura desnuda del misterioso crucificado. Un sentimiento de temor se apoderó de mí, mis manos se aferraron fuertemente de las manos de mi madre, una palabra de asombro que salía de mi boca fue interrumpida por el además imperativo de mi madre que me encomendaba a guardar silencio.
Los días pasaron, y, motivado por mi curiosidad, llegué a saber más del misterioso crucificado; pero nadie pudo satisfacer mi inquietud de saber por qué; por qué esa cruz, por qué esos clavos, por qué esa corona de espinas, por qué ese despiadado tormento. No fue hasta la siguiente Cuaresma que pude conocer la verdad.
Era una iglesia algo diferente a la catedral de nuestra Señora de la Paz, era más moderna y más pequeña, en un costado tenía un letrero que decía “Iglesia Luterana El Redentor”.
Era un lugar desconocido para mí, sin embargo la compañía de mi tío, quien ya había estado en ese lugar muchas veces, me infundió confianza. Cuando entré en el recinto mis ojos buscaron curiosos la figura del misterioso desconocido. Grande fue mi sorpresa al encontrar una cruz vacía. “¿Dónde está el crucificado?”, me pregunté a mí mismo. “Bienvenido”, una voz femenina interrumpió mi pensamiento. “Mi nombre es Corina, ¿Cuál es tu nombre?” “Me llamo David”, contesté. Me llevó por unos corredores hasta un lugar donde se encontraban otros niños de mi edad… Me pareció revivir el primer día de kindergarten al que iba todos los días. Con actitud reverente, la maestra, una señora de aspecto jovial, pegó una figura en la pared. ¡Y era él!, el misterioso crucificado. ¿Sabrá ella la verdad acerca del crucificado? Tomó en sus manos un libro de cubierta negra y páginas doradas, y comenzó a leer: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su único hijo, para que todo aquel que en él crea no muera pero viva para siempre”. Levantó la vista, su mirada se cruzó con la mía, y mientras señalaba la figura del crucificado, exclamó con voz firma y serena: “Él murió por ti. Él sufrió y padeció por ti, porque te ama, y no quiere que mueras para siempre, no quiere que vivas en tinieblas, no quiere que sientas temor. Él es tu Salvador. Él es tu amigo. Él es tu Padre amoroso; deja que entre en tu corazón, deja que te regale la vida”. En mi mente de niño no pude entender todo lo que ella decía, pero sí pude entender algo: “que ese ser clavado en una cruz era un ser Divino que por su gran amor sufrió y murió por mí para salvarme de morir”.
A través del libro de forros negros y dorados, la Santa Palabra de Dios, llegué a saber más del crucificado, de su gran poder, su misericordioso amor, y de su Gracia Salvadora. Cuando veo en su imagen gloriosa, ya sea en mi mente o en una representación de su figura, o cuando siento su presencia omnipresente, no siento ningún temor; al contrario, siento infinita confianza y amor. Ya un adulto, ahora sirvo al crucificado siendo instrumento suyo para presentar el Evangelio de Salvación a todos aquellos que en cada Cuaresma, contemplan con mirada doliente, mientras se preguntan por qué la figura sufriente y moribunda de un “misterioso crucificado”.

(Este ensayo es extraído de la revista “El Testimonio Luterano” — Marzo 1987, Año III, Nº 7)

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